Felicidad a ratos

Existimos personas que somos felices a ratos. Sí, a ratos. Estamos acostumbrados a que toda racha de alegría y felicidad viene acompañada de una gran tormenta. Y si, de pronto en alguna de esas rachas parece que no lloverá, nosotros mismos provocamos que la tormenta se precipite de la nada.
No me malentiendan, no es que nos guste vivir así, es simplemente la única manera que conocemos de existir. Hasta que un día aparece una tormenta especial, la más grande de todas. Una tormenta que no solo promete borrar rastro del rato de felicidad que tuviste, sino que también comienza a destruir a cuanta persona amas. Es esa tormenta que te hace salir del trance de la cotidianidad y desear con todas tus ganas que no llueva nunca más.
Luchas contra ella, haces de todo para que se detenga, te las ingenias para soplar las nubes grises lejos de ti hasta que solo queda una pequeña brisa a manera de recordatorio… y justo en ese momento te das cuenta que necesitas felicidad de tiempo completo. 
Contemplas la brisa que ha quedado y comienzas a aceptarla como parte de tu vida diaria, incluso te encariñas con ella hasta que de pronto comienza a cesar volviéndose casi imperceptible. Y la felicidad se queda, ya no solo a ratos, se queda indefinidamente. 

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